¿Quién dice que los muertos no sueñan?



Francisco Navarro

Levantó la cabeza hasta que el mentón estuvo encima de sus senos, pero el peso de la resaca la jaló del cabello enmarañado y su cabeza volvió a hundirse en la almohada. Al lado de ella, él, con el cuerpo rígido cubierto por una sábana blanca hasta el pecho, inhalaba y exhalaba como si dentro de su sistema respiratorio un motor se encendiera avivado por la energía que genera la rotación de cientos de pequeñas aspas activadas por el aire. 
 
Gotas de sudor se deslizaron por la frente de ella, obligándola a recogerse los cabellos de la cara y a pasarse la sabana por las sienes. Medio aliviada del bochorno, miró hacía el techo y percibió que éste había sufrido una especie de fenómeno de transparencia porque sus ojos pudieron ver palomas negras y moteadas pasearse por el campanario de la iglesia del pueblo y en el fondo un par de nubes recién nacidas de un humor grisáceo que coqueteaban con el viento de la mañana. Le pareció una locura y lo atribuyó a la falta de sueño y a que un día atrás vio pasar una parvada de palomas cargando en el pico lo que de lejos parecían cabellos largos, muy probablemente de mujer. Tiras delgadas de colores no tan variados como los del arcoíris ni con tan dichoso brillo, pero sí con un destello propio que se diferenciaba del plumaje de las aves y del fondo nubloso, como si los hubieran arrancado recientemente, iluminaban los cielos. 

Quedo estupefacta, al punto de mantener los parpados abiertos más de un minuto sin que le chillaran los ojos. Recobró el parpadeo y con ello la consciencia de ser humana y no un mechón de cabellos arrancados de tajo porque él la desplazó hasta el filo de la cama en un cambio de posición. En el angosto lugar que le sobró apoyó ambos codos sobre la superficie del lecho, formándose un ángulo agudo entre su espalda y la cama, después, con las palmas de ambas manos logró ascender y formó un ángulo recto que el cansancio convirtió en obtuso. Para cuando consiguió ponerse de pie, el techo había vuelto a su consistencia habitual y nada podía verse a través de él, pero la transparencia habíase desplazado a la puerta, después a las paredes, al piso, al ropero... Frotó sus ojos con la parte palmar de los dedos índice y medio por si las visiones eran alucinaciones, luego pellizcó y palmeó sus cachetes para despertar por completo porque pensó estar entresueños. 

Soñolienta aún, sacudió el polvo que el viento arrastró hasta su rostro. Al rededor, cientos de palomas picoteaban la tierra en busca de cabellos recién enterrados para llevarlos hasta sus nidos. Se sentó a esperar a que alguien reconociera algunos de los suyos y fuese por ella; mientras tanto, platicó de la vida con sus vecinas. 

¿Quién dice que los muertos no sueñan?
 
 
"Ophelia".  John Everett Millais.  1852

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